Reseñas
Todo lo visible e invisible
Se suele decir de algunos pintores y de también de algunos directores, de los genios del cine, que son capaces de filmar el aire. Creadores de “todo lo visible y lo invisible”, poseen la habilidad de expresar lo intangible, de acariciar con la mirada la piel de los espectadores. El comienzo de El mal del arriero parece rodado más para el tacto que para la vista. El aleteo de la cortina al comienzo del film tiene –esa tela tiene vocación de vuelo–el sabor de la caricia. La tela es anfitriona del viento, pero también portadora de aromas: el olor de la pureza, de la inocencia de las víctimas; el calor de las noches de blanco satén y el estremecimiento, del pudor… La cortina es un velo que ciega el rostro del olivo –aunque parezca increíble el olivo tiene una cara centenaria y emocionada–, por eso, cuando suenan en off los disparos, el árbol está tapado por el tejido, como si las detonaciones pudiesen transformar su quietud –cuanto se agradecen, en los tiempos veloces, los instantes contemplativos–.
Este sosegado arranque, roto por los estallidos de las balas, muestra ya uno de los rasgos más característicos del filme. La cámara es el alma de la película, no sólo porque se encarga de recoger las imágenes y secuestrar las almas según certeras supersticiones, sino porque filma desde dentro, desde el interior de la casa –la llegada del asesino no se ve–, como luego registrará los hechos desde dentro de una tienda de campaña –el refugio que abandona el protagonista– o desde el interior de un coche al que finalmente concurrirán los personajes para contarse aquello no puede decirse, que está flotando en el viento. La cámara actúa con libertad, se sitúa muchas veces del otro lado de la verja, lo que equivale a decir “al otro lado del muro, al otro lado de los personajes”. Por veces, los enrejados parecen celosías, en cierto modo confesionarios por ser lugares de confidencias por más que estas se expresen al aire libre. Los encuadres, funcionan en ocasiones como verdaderos marcos del personaje como si la cámara quisiese colocar cada cosa en su sitio, así el personaje aparece desenfocado tras los huecos del cierre de una casa, observado a través del hueco de la pared, reflejado en un charco … Muchos de estos encuadres recuerdan la escena de La Quimera del oro, en el instante en que el vagabundo se sitúa en el umbral y las columnas impiden ver plenamente el interior. Los encuadres, pues, sirven más para mostrar estados de ánimo que para describir espacios. Quizás uno de los emplazamientos de cámara –en realidad se trata de un movimiento de cámara– más elegantes de la película es el plano picado de la paliza del músico. El director muestra la posición por encima del mundo, por encima del dolor, como si de un dios cruel se tratase, del protagonista, empeñado en escribir papeles que otros padecerán. También son logros estéticos las escenas especulares, la doble condición de realidad y falsedad que padecen todos los personajes se ve reforzada por estas imágenes.
El mal del arriero se nutre de las estrategias de Hitchcock. En el fondo, su argumento emparenta, por ejemplo, con Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959). Un hombre corriente –en realidad, ni Roger O. Thornhill ni Elías Redondo lo son– se ve metido en unas circunstancias extraordinarias, aunque el protagonista del film de José Camello Manzano no actúa exactamente como un héroe, pues delega en otros riesgos por él, y son otros los que llevan los golpes por él.
El mal del arriero es un thriller, pero su discurso transgrede algunas de las normas propias de este género, por ejemplo con el tratamiento irónico del personaje principal. Cuando Felipe, un pastor moribundo, compara al protagonista con uno de los personajes de El halcón maltés, Elías, caricaturescamente quijotesco, en seguida dice que le encuentran parecido con Humphrey Bogart: “¿De verdad, le recuerdo a Bogart?”. Pero la respuesta le devuelve a la realidad: “No hombre, ¿en qué se parece usted a Bogart?, alma de cántaro. Me refiero a un tipo que sale en la película y que hace de policía –probablemente se refiere al teniente Dundy interpretado por Barton McLane–. Fíjese bien cuando se mire al espejo, sólo le falta el sombrero”. Quizás la escena más transgresora con la tradición del género sea la de los maniquíes. El detective no aparece como descubridor de la verdad desconocida, sino como una especie de auditor de la actuación de unos y otros, de investigador y de investigados. Todos reciben un suspenso soberano, porque son, como anuncia la publicidad del filme: “hombres inmaduros que juegan”. El detective enlaza aquellas piezas que los espectadores no podemos conocer: las consecuencias de los actos del personaje principal, actos que terminarían, en los filmes canónicos, con la muerte por venganza o heroísmo y que aquí acaban sin grandes consecuencias. Esta desmitificación del héroe, por fatuo y torpe, nos lleva a una de las claves del filme: la denuncia del vacío espiritual del presente. No olvidemos que las atrocidades acontecidas en Montecerrado –topónimo de una honda carga simbólica– se realizan no por interés o por venganza sino por pura diversión. Como también por entretenimiento, por salir de su rutina, se mete Elías Redondo a detective. Otro elemento rupturista con el género podemos encontrarlo en el de que el agente del orden se convierta en confidente del ciudadano aficionado.
Nos hallamos ante una historia llena de misterios, más que de resoluciones. Borges definía a los ajedrecistas como urdidores de laberintos, de senderos que se bifurcan. Muchas de las peripecias de este filme resultan fascinantes a fuerza de no ser contadas plenamente, tan sólo apuntadas. Los personajes son ricos por lo que sospechamos, por la ambigüedad de sus mundos. Podría deducirse de las palabras anteriores que las escenas son inconexas, nada más lejos de la realidad; sucede que El mal del arriero es una película de nacimientos, como la vida suscita curiosidades, el espectador se lleva consigo las historias que quisiera conocer: ¿por qué el yerno manda menos que el matón?, ¿de qué casos se ocupa el detective?, ¿qué vidas tienen las nadadoras?, ¿qué obras representará el antiguo boxeador?, ¿qué vampiros ocupan el alma del protagonista?, ¿qué luces alumbran el silencio de la portuguesa, luces de camposanto, luces de neón, luces de amanecer….? En este sentido el final abierto no importa tanto por los sentidos como por los futuros, lo que sabemos no seduce tanto como lo que queda por saber.
El filme, ya lo comentamos, es una “historia de hombres inmaduros” por eso la presencia de la mujer es escasa y los personajes femeninos están poco desarrollados. A Jacinta, la portuguesa, apenas tiene rostro, lo vemos apenas través de fotografías que pasan de modo veloz ante los espectadores; no tiene biografía, más allá de los escasos datos que aporta Felipe, por quien sabemos además que era buena chica y laboriosa. Es una víctima anónima, de la que intuimos el horror de lo sufrido; para sus verdugos era la nada y para Elías la terra incognita. De las prostitutas solo conocemos sus incertidumbres, sus miedos y su dedicación profesional, casi conmovedora. De la mujer informadoras tan solo observamos su dedicación a la casa, sus miedos y su sensibilidad. Incluso de la hermosa amada del protagonista solo nos consta su oficio y su entrega en una historia de amor de la que intuimos busca plenitudes y encuentra medidas, busca unión y halla separación.
La película no es misógina, ni tampoco cínica. Una película cínica insinúa la culpabilidad de las víctimas (cuantas veces las asesinadas son egoístas, avariciosas o frívolas; es decir, pecadoras). En esta cinta no se habla, creo que acertadamente pues ningún 3comportamiento variaría la brutalidad del juego, de la portuguesa. Su muerte es la muerte de un ser que carece de cuerpo, de rostro, porque así lo ven sus verdugos. Una muerte que no importa a nadie, ningún ser querido, nadie, intenta saber de ella ni rescatarla, ni ayudarla, ni siquiera el protagonista por más que emprenda una aventura quijotesca. Es nada en un mundo de nadies, desaparece sin más, sin memoria, sin nada, casi sin causa., sin consecuencias.
La presencia de los objetos, casi más sensibles que los humanos, más que adjetivar los sucesos, los substantivan, los dotan de humanidad. Los hermosos bodegones que sirven de tránsito entre las escenas parecen llenar un mundo vacío y tétrico, transmiten lo insoportable de la incomunicación. El coche de juguete recorrerá la geografía, la erosgrafía si se me permite la cita de Benedetti, de la amada con más ternura que las manos del amante tan solo ávido de marcar el territorio con su sello. El cochecito, tentado a quedarse sobre el muro, el cochecito tributo máximo en el altar del sacrificio, ante la luz del faro. Es posible que el material inerte esté condenado a sentir cuando la insensibilidad lo puebla todo.
Hablar de intertextualidad en un relato, fílmico o literario, del s. XXI acaba por ser imprescindible y, en cierto modo, tópico. Las obras de nuestra contemporaneidad dialogan con el pasado de modo implícito y explícito, de forma tan natural que, esta conversación, constituye parte del lenguaje de las artes casi tanto como la materia misma que las conforma. Con todo, pensamos que algunas referencias intertextuales de El mal del arriero deben ser destacadas. Además de la ya comentada referencia a El halcón maltés, conviene destacar el uso de las imágenes de Vampyr (1932) de Dreyer. Resulta curioso, por lo que supone de antítesis, que un filme de vampiros, seres nocturnos por excelencia, ilumine al protagonista; claro está que lo ilumina en su quijotesca ilusión de convertirse en un hombre armado, que dispara, sin balas, a la luz; que disparará contra un espantapájaros y apuntará a unos niños. De modo que, su relación con las armas, por más que al final sospechemos una acción heroica reforzada por la metáfora escatológica, desprecio de los verdugos, no deja de ser un juego delirante. Otra referencia, en este caso literaria, sea la presencia, al estilo de Hamlet del teatro dentro del teatro (en este caso dentro del filme). El papel del flautista o del boxeador son representaciones para desenmascarar al asesino, al rey malvado.
No quisiera terminar esta reseña, me gustaría llamarla mejor invitación, sin hablar del paisaje. Manuel Rivas escribió que era bueno que se rodase cine en Galicia, no sólo por lo que suponía de creación cultural sino de defensa de la belleza y el valor ecológico de los lugares filmados. Las películas, según el autor coruñés, tienen la virtud de concienciar sobre la necesidad de proteger el medioambiente. El mar del arriero también nos hermana emocionalmente con algunos entornos extremeños. La laguna de Alcántara, por ejemplo, es un lugar hermoso que uno quiere conocer de primera mano. Quizás algún día, igual que en Asturias existen rutas turísticas en torno a las películas de José Luis Garci, exista también en Extremadura una ruta que recorra los escenarios de este filme.
Sucede, como cuando uno lee una gran obra literaria, que al finalizar la visión de este filme, uno siente que ha pasado al lado de una maravilla asombrosa e imagina un caudal de vida. De algún modo es como cuando nos gusta una mujer a la que apenas conocemos, de la que imaginamos ternuras inagotables o indiferencias dolorosas, libertades o ataduras, perversión o delicadeza. El mal del arriero posee la virtud de entretenernos dos horas, casi un momento, si bien lo pensamos, y la fuerza de sugerirnos sensaciones y senderos, casi una infinitud, y es de ese abrazo entre el tiempo que transcurre y el infinito que buscamos del material con que se forja el arte.
Salvador Castro Otero
El cazador paleolítico (acerca del filme El mal del arriero)
El cazador paleolítico prepara su acción predatoria, practicando un rito iniciático, en el que se identifica con la personalidad de su presa. Se viste con la piel del animal, se pone sus cuernos e imita sus mugidos, mientras danza frenéticamente parodiando sus gestos y costumbres. Como ese guerrero prehistórico, es un asesino muy especial, el que nos presenta El mal del arriero, la primera película de ficción de la productora extremeña Libre Producciones: un hombre moderno que ha guardado en su espíritu la primigenia imagen de la especie, instintivamente noble hasta en la crueldad y el crimen. Ha elegido su presa; o mejor dicho las circunstancias han elegido por él, y le han señalado la víctima. Y su acción de hombre natural requiere en primer lugar el reconocimiento y la intelección de lo que va a ser sacrificado.
La naturaleza ocupa un lugar principal en el drama que se nos presenta. Paisajes extremeños finamente captados por el ojo de la cámara. El personaje se funde en el paisaje, su aliado en la lucha contra los caprichosos engendros del poder y la riqueza. Nunca sabremos realmente a qué se dedicó en su vida pasada, si policía, conseguidor o político; ha renunciado a su puesto en la sociedad. Tiene acceso a los secretos de Estado, que disimulan o ignoran el crimen de los poderosos; el protagonista es un miembro descastado del aparato de dominación, que ha renunciado a sus prerrogativas tras descubrir la infamia monstruosa sobre la que descansan.
Tampoco podemos comprender de dónde nace la seguridad con que ejecuta sus planes. Su actividad toma la forma de juego cruel, como el gato que acosa a su víctima antes de cortarle la yugular. Pero esa crueldad, dirigida contra unos criminales instalados en el poder económico y político, se vuelve ternura y compasión con la gente sencilla del pueblo. Un criminal simpático, héroe de la fantasía popular como el ‘Tempranillo’ o Luis Candelas; reconocemos su lucha por ser honesto, en la angustia con que descubre el horror macabro de los crímenes. Y confiamos en él porque su alma es transparente para nosotros. Es un ángel vengador, aquél que ha sido llamado para hacer justicia en contra de las leyes humanas.
Porque el que hace la ley hace la trampa, la dureza con que los subalternos aguantan el peso de la ley, se vuelve impunidad para los que determinan los destinos de la sociedad. La descomposición social amenaza esa dinámica perversa de la autoridad incontrolada. Lentamente se mueve la cámara recogiendo paisajes e interiores; a través de largos planos, que podrían haber sido elegidos por Dreyer; poco a poco se irán aclarando las razones del crimen: nuestro criminal ha ejecutado a un asesino pervertido, dentro de una banda de asesinos pervertidos, dentro de una casta social de… Ya no hay capitalismo, ahora hay sadismo…, decía Aki Kaurismäki.
Sin prisas, como jugando, prepara su acción contra los criminales, mientras se cerciora de la justeza de sus ideas. Es cierto que también él se va a convertir en un asesino impune; lo sabe y parece aplazar el final insoslayable de su decisión. ¿Cómo distinguirse de los repugnantes asesinos a los que persigue? Lo sabe y se esfuerza en buscar la salvación por la piedad con que rememora a la víctima que quiere vengar, por la ternura con que trata a los débiles, por la confianza en la sabiduría popular. Es un caballero andante en busca de su dama, desaparecida en una cacería humana, organizada por ricachones desalmados.
Una lucha contra el fascismo larvado y acechante entre las capas superiores de la sociedad. Esos actos heroicos de los subalternos no contienen ninguna épica, solo remordimiento por parecerse a los dominadores. Como en aquella película de Menzel sobre la resistencia checa contra los nazis, Trenes rigurosamente vigilados. La clase trabajadora en lucha ejerce la violencia a regañadientes, a su pesar; sufre la tentación de imitar a los dominadores, y para seguir siendo una clase diferente, se refugia en la rutina diaria. Cuidadosamente planificada y ejecutada, la destrucción del enemigo ha devenido acto cotidiano, indistinguible de una rutina laborante, sin emociones ni exaltación. Algo a evitar, si pudiera ser evitado.
Pero erradicar el odio, es también erradicar el amor. Nuestro protagonista está muy cerca de convertirse en un miembro de la casta gobernante, y se defiende de esa imagen mediante expedientes infantiles y fetichistas. Entre esa irremediable disminución moral del asesinato, y la renuncia a ser un sí mismo creado por las circunstancias, elige lo primero; la dureza de esa elección se muestra en la obsesión por el agua y el lavarse. Las sucesivas convocatorias de los criminales en lugares intrascendentes, pretenden disimular el hecho trascendental de convertirse en asesino. En su guerra solitaria apenas se reconoce en la lucha colectiva de las clases inferiores, más que por la simpatía y la amistad.
En un tiempo donde crece de nuevo la crueldad y la violencia entre los seres humanos, El mal del arriero nos recuerda los mínimos que no pueden ser sobrepasados, sin dejar de ser humano para convertirse en una bestia. O bien ser como ellos, fascistas.
Miguel Manzanera Salavert
El primer largometraje de José Camello, El mal del arriero (producido por la cacereña Libre Producciones) es un film noir de aroma extremeño, justamente para intensificar la jerarquía de los personajes través de las reminiscencias feudales del caciquismo de larga tradición en estas tierras, un sistema laberíntico de relaciones sociales que el protagonista desenmaraña hasta encontrar el origen tras una larga ronda de encuentros y desencuentros con una galería de personajes tan oscuros, sombríos y desencantados como él mismo, Elías Redondo (José Vicente Moirón) un extraño personaje ambiguo y neurótico que decide recorrer el largo camino hacia la verdad, en los que encontrará personajes interpretados por actores como Carlos Álvarez-Nóvoa, Isabel Martín, Antonio Barbero, Gabriel Moreno, Denis Rafter, Celia Prieto, Esteban G. Ballesteros…
Basada en la novela del mismo título escrita por José Camello, la obra está adaptada al cine con ayuda de la guionista Ana Baliñas. La película ofrece una narración muy compleja y personal que se vale continuamente de presuposiciones e implicaturas justificadas por su ámbito contextual en una serie de elipsis expresivas. Una economía verbal que no se corresponde sin embargo con la retórica visual demorada y calmosa que el director desarrolla a lo largo de la película.
Hay metáforas visuales muy conseguidas, sólo extraeré cuatro de ellas: el protagonista enredado en las callejas del pueblo abandonado muestra el laberinto en donde se está empozando cada vez más; la iglesia arruinada donde el comisario le informa se hace metáfora de un sistema descarnado; la conversación con el viejo dentro de un coche varado en la dehesa (memoria estática) es la tercera metáfora y finalmente la escena de los maniquíes, en la que el detective le narra los hechos que conducen a la conclusión, secuencia donde la acción se recapitula a modo de metatexto rodeada de figuras tétricas de la representación, que nos interrogan mudas y expectantes.
José Camello en este noir desencantado se adentra, como un Teseo postmoderno, en los entresijos de un laberinto envuelto en oscuros intereses de un poder que no nos resulta ajeno o extraño, sino extrañamente próximo (derivado en thriller socio-político y kafkiano), y de hecho el título alude a la implicación del protagonista en el mismo juego macabro en el que involuntariamente se ve envuelto (arrieros somos).
El regusto amargo que deja la película es lo realmente inquietante. Cuando sospechamos si ese tejido criminal tan sólo vislumbrado en la película no seguirá actuando a sus anchas en nuestro mundo, extendiendo sus tentáculos silenciosos en una espiral enfermiza y diabólica.
José Juan Martínez Bueso