Nota del director
El mal del arriero es un polar de provincias, que diría Vázquez Montalbán. En él, un hombre obsesivo busca ‘espacios de fuga’ a través de un muy particular y desconcertante descenso a los infiernos. No sabremos con certeza cuál es, o cuáles son, los hechos dramáticos que lo han vaciado, pero sí descubrimos aquel que le urge a la búsqueda, muy personal, de un imposible: un pequeño impulso hacia la maldad, en forma de ratería común y corriente. La situación indica que tiene lastres (¿incapacidad de amar?, ¿infancia infeliz? ¿tedio existencial?…) que acaban por conducirle a una suerte de aritmética desde la que parte hacia el entretenimiento, y de ahí, irremediablemente, al crimen, si nos permite Ionesco la perversión de su cita. Su cálculo es el obstinado ritual de expiación de un hombre inseguro y desconcertado, un alfil en el engranaje degradante de una sociedad superficial.
En este relato cinematográfico los hechos tienden a ser vehementes, aunque no se trate de una violencia explícita, y en ningún caso banal. El asunto es ir perfilando la personalidad del protagonista a través de un relato que, como en el tablero del juego de la oca, le lleva de casilla en casilla a merced del azar. Se trata de una historia de engaños entrecruzados, de tácticas individuales para conseguir, de sugerencias que forman un “teatro paródico y documento realista por igual”(*). No tiene la película nada que ver, por supuesto, con un whodunit al uso (un ‘¿quién lo hizo?’, el típico relato policial), por lo que su estructura atiende al placer por recursos como el simbolismo, la elipsis, el fuera de campo, la escasa o nula concesión a las rutinas del lenguaje cinematográfico reinante, esto es, la imposición de continuas instrucciones ilustradas, a menor gloria de la inteligencia del espectador. Nuestra apuesta es la exigencia de atención del público, el respeto por su capacidad de analizar las paradojas, la dudosa candidez de los personajes, la visibilidad de sus arquetipos, la progresiva equivalencia entre perseguidores y perseguidos, o la primacía de la sórdida e impune violencia estructural que postula el relato. Cosa muy diferente es que se haya conseguido, o que se imponga esta lectura, autoral, a quien al filme se asome. Por supuesto.
El mal del arriero acumula la farsa, la sospecha, el cinismo y lo fatal; desenvueltos en espacios poseídos por el eterno desencanto y la decadencia física. No es que carezca de héroes nuestra minúscula odisea, sino que, como diría Steinbeck, son héroes estúpidos, como el grueso de la tradición literaria de la heroicidad. Una lectura desde la decepción: “En el mundo no hay nada desinteresado, nada gratuito”, dijo Camus. Ello significa que no quedan inocentes. ¿E impunes? El mal del arriero trata de la inexplicable concesión de la impunidad absoluta a los más insensatos y estúpidos de nuestro cuerpo ciudadano, para quienes abusar de su posición no es más que un juego que les proporciona entretenimiento. Una situación que actúa como una máquina demoledora del individuo, que, en el caso de nuestro protagonista, Elías, le embarca en el círculo vicioso de la violencia que alimenta al monstruo, en lugar de combatir la auténtica causa de su desdicha.
José Camello Manzano
(*) “Con una filmografía que es teatro paródico y documento realista por igual, que entronca la utopía en la impotencia o el humor en la tragedia, Kaurismäki ha ensayado un cine basado en las paradojas y espacios de fuga de la contemporaneidad.”
Loic Díaz-Ronda: Después del naufragio, El cine de Aki Kaurismäki (1983-1996) Museo Reina Sofía