• Antagonist

    Notas de un espectador

    Quisiera hablarles de El mal del arriero desde un lugar que yo me he fabricado, un lugar que está en los márgenes de las críticas.
     
    Comenzaré contándoles que vivimos en un mundo que está dominado por las prisas. La velocidad parece ser la esencia de la realidad contemporánea, pero pocos saben que esa velocidad la genera el cine y que antes de este invento la vida era mucho más tranquila, las personas vivían una sola vida. Una vez que las ruedas de los proyectores comenzaron a proyectar 24 fotogramas por segundo, el hombre empezó a vivir muchas vidas, no ya pensadas e imaginadas, como hasta ese momento hacía la literatura, sino plasmadas de tal forma que la realidad cotidiana las imita, y con ello el mundo comienza a ser un gran escenario, donde todos representamos varios papeles; el caos, la confusión, unidos al ruido de las palabras tópicas, llenan el escenario de la vida. Como diría Nietzsche vivimos el nihilismo, y nada puede ordenarlo; el conocimiento sólo es una intuición que necesita muchas perspectivas, muchos planos contrapuestos, muchos travelling y picados, unidos a la algarabía de las músicas para intuir una pequeña realidad; todo tiende al baile de la confusión. Ante esta realidad, José Camello busca el silencio de la mirada, una cámara fija con pequeños alejamientos como si fuera un entomólogo que quisiera apreciar mejor la belleza de un extraño detalle; quiere a toda costa fijar al espectador, darle un punto desde el que pueda mirar la realidad con un cierto silencio, sin olvidar el ritmo de la vida; nos colocan como vigías en su atalaya para que contemplemos el caos doloroso de la realidad (no sé porqué extraña razón al ver la película nos sentimos voyeuristas de un mundo demasiado cercano en el que no podemos participar y, como alguno de sus personajes, intuimos una realidad de “señores” difícil de comprender). José Camello y su equipo construyen parte de sus personajes de forma similar a los protagonistas de El Castillo de Kafka que solo saben de los “señores del poder” por sus visitas a los viejos mesones, la vida tiene para ellos tal dureza que el poder que les oprime pocas veces se hace cercano.
     
    Su protagonista, lleno de contradicciones e impulsos modernos, que no acepta las condiciones jerárquicas de la sociedad, busca la liberación en la lucha contra el poder, e intenta romper el silencio del espectador adentrándose en lo prohibido. Es el invitado no esperado, que absurdamente busca una justicia quijotesca que le llevará a una transformación novelesca donde, por caminos extraños, termina imponiéndose una justicia poética, privada y silenciosa, ajena a la burocracia del sistema. La justicia de los perdedores termina imponiéndose al miedo cobarde de la vida. Pero, para ese momento, el espectador ya ha comprendido que la realidad no depende del final, sino que ella en sí misma es la gran perdedora.
     
    fotogConvento

    La mayor parte de las escenas transcurren por una naturaleza extraña y solitaria, a la vez que llena de belleza insultante; una geografía secreta extremeña, pobre en recursos y rica en expresividad, que acompaña maravillosamente a la historia; podríamos decir que toda la película es un gran cajón de arte povera. El argumento, la forma de contarlo, la dirección de los actores, la escasa música y los decorados proponen un modelo marginal basado en valores marginales que recuperan un cine de autor, escaso en estos tiempos que corren, donde las grandes producciones envuelven al espectador como si fueran un gran bazar oriental y le adormecen en la butaca. Este filme, por el contrario, lleno de austeridad provoca en nosotros ese desasosiego que nos hace sentir la otra orilla de la realidad. Véanlo.

    Jesús González Javier